9 de Noviembre

DE LA PRIMERA ENCÍCLICA DEL PAPA JUAN PABLO II SOBRE EL MISTERIO DE CRISTO, LA ENCICLICA SE TITULA: JESÚS EL REDENTOR DE LOS HOMBRES,
REDEMPTORIS HOMINIS



A Finales del Segundo Milenio

nº 1 El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido –aunque de manera desigual– hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo. Nos estamos acercando ya a tal fecha que –aun respetando todas las correcciones debidas a la exactitud cronológica– nos hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: « Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»,[1] y en otro pasaje: « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».[2]

También nosotros estamos, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: « Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo… »,[3] por medio del Hijo-Verbo, que se hizo hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva -de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con toda la libertad divina– y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: « ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! ».[4] […]

nº 3 […] De esta conciencia contemporánea de la Iglesia, Pablo VI hizo el tema primero de su fundamental Encíclica que comienza con las palabras Ecclesiam suam; a esta Encíclica séame permitido, ante todo, referirme en este primero y, por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado. Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana, sea finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas: es precisamente esta conciencia la que debe seguir siendo la fuente principal del amor de esta Iglesia, al igual que el amor por su parte contribuye a consolidar y profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado el testimonio de esa profundísima conciencia de Iglesia. A través de los múltiples y frecuentemente dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos ha enseñado el amor intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es « sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».[9]

En Relación con la Primera Encíclica de Pablo VI

nº 4 Precisamente por esta razón, la conciencia de la Iglesia debe ir unida con una apertura universal, a fin de que todos puedan encontrar en ella « la insondable riqueza de Cristo »,[10] de que habla el Apóstol de las gentes. Tal apertura, orgánicamente unida con la conciencia de la propia naturaleza, con la certeza de la propia verdad, de la que dijo Cristo: « no es mía, sino del Padre que me ha enviado »,[11] determina el dinamismo apostólico, es decir, misionero de la Iglesia, profesando y proclamando íntegramente toda la verdad transmitida por Cristo. Ella debe conducir, al mismo tiempo, a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam llamó « diálogo de la salvación »,[…]

En El Misterio de Cristo

nº 7. […] Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia –vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI– permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: « Padre sempiterno »Pater futuri saeculi?[21] Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: « Apacienta mis corderos »,22 que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: « … una vez convertido, confirma a tus hermanos ».[23]

Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro« Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna ».[24]

A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel « que es la cabeza »,[25] a Aquel « de quien todo procede y para quien somos nosotros »,[26] a Aquel que es al mismo tiempo « el camino, la verdad » [27]« la resurrección y la vida »,[28] a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre,[29] a Aquel que debía irse de nosotros [30] –se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo– para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad.[31] En Él están escondidos a todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia,[32] y la Iglesia es su Cuerpo.[33] La Iglesia es en Cristo como un « sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano »[34] y de esto es Él la fuente. ¡El mismo! ¡El, el Redentor!

La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: « Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo ».[35] Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la « fuente de la vida y de la santidad »,[36] el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: « que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado ».[37] La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión. […]

Redención: Creación Renovada

¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: « Y vio Dios ser bueno ».[38]El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre [39] –el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad–[40] adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, « amó Dios tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo ».[41] Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo.[42] ¿Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de « la creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto »[43]« está esperando la manifestación de los hijos de Dios »,[44] acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión « a la vanidad »? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que « gime y sufre » 45 y « está esperando la manifestación de los hijos de Dios »?[46]

El Concilio Vaticano II, en su análisis penetrante « del mundo contemporáneo », llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre bajando –como Cristo– a lo profundo de las conciencias humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra « corazón ». Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su « corazón ». Justamente pues enseña el Concilio Vaticano II: « En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación ». Y más adelante: « Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado ».[47] ¡El, el Redentor del hombre!