16 de Septiembre
DOROTEO DE GAZA
INSTRUCCIONES DIVERSAS DE NUESTRO PADRE
DOROTEO A SUS DISCÍPULOS
De la Instrucción VI. No se debe juzgar al prójimo
74. El hombre no puede conocer los juicios de Dios. Dios es el único que comprende y que puede juzgar la conducta de cada uno según su ciencia exclusiva. En realidad, acontece que un hermano hace con sencillez de corazón una acción que agrada a Dios más que toda tu vida, y tú, ¿te constituyes su juez y hieres así su alma? Y si llega a sucumbir, ¿cómo sabrías tú todos los combates que él ha librado y cuántas veces derramó sangre antes de obrar el mal? Quizá su falta es contada ante Dios como una obra de justicia, ya que Dios ve la pena y el tormento que él soportó antes, tiene piedad de él y le perdona. Dios tiene piedad de él y ¡tú lo condenas para la ruina de tu alma! Y, ¿cómo podrías tú conocer todas las lágrimas que él ha derramado por su falta en presencia de Dios? Tú has visto el pecado, pero no conoces el arrepentimiento.
A veces no sólo juzgamos, sino que incluso despreciamos. Como he dicho ya, una cosa es juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando, no contento de juzgar al prójimo, uno lo detesta, tiene horror de él como de una cosa abominable, lo cual es peor y mucho más funesto.
75. Quienes quieren salvarse, no se ocupan jamás de los defectos del prójimo, sino siempre de los suyos propios, y de este modo progresan. Así era el monje que, al ver pecar a su hermano, decía gimiendo: “¡Ay de mí! Hoy él; seguramente mañana yo”. Ved la prudencia. Ved la presencia de ánimo. ¿Cómo encontró tan pronto el medio para no juzgar a su hermano? Al decir: “Seguramente mañana yo”, se inspiró en el temor y la inquietud por el pecado que esperaba cometer, y evitó así juzgar al prójimo. Y no contento con eso, se abajó por debajo de su hermano, añadiendo: “Él, hace penitencia por su falta, y yo ciertamente no hago penitencia, ni llegaré a hacerla en verdad, porque no tengo fuerza para hacerla”. Mirad la luz de esta alma divina. No sólo pudo abstenerse de juzgar al prójimo, sino que se consideró inferior a él. Y nosotros, siendo tan miserables, juzgamos a tontas y a locas, tenemos aversión y desprecio, cada vez que vemos, oímos o sospechamos cualquier cosa. Lo peor es que, no contentos con el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos apresuramos a decir al primer hermano que encontramos: “Sucedió esto o lo otro”, y le hacemos daño a él también, inoculando el pecado en su corazón. No tememos al que dijo: “¡Ay de aquel que hace beber a su prójimo una bebida manchada!” (Hb 2,15) Y hacemos la obra de los demonios y no nos preocupamos por ello. Porque ¿qué puede hacer un demonio sino perturbar y dañar? He ahí que colaboramos con los demonios para nuestra ruina y la del prójimo. El que perjudica a un alma trabaja con los demonios y los ayuda, como quien hace el bien trabaja con los santos ángeles.
76. ¿De dónde nos viene esa desdicha, sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos la caridad acompañada de la compasión y de la pena, no prestaríamos atención a los defectos del prójimo, conforme a la palabra: “La caridad cubre una multitud de pecados” (1 P 4,8). Y: “La caridad no se detiene en el mal, excusa todo”, etc… Si tuviéramos caridad, esa caridad cubriría toda falta, y seríamos como los santos cuando ven los defectos de los demás. Los santos, ¿están ciegos para no ver los pecados? ¿Quién detesta tanto el pecado como los santos? Y sin embargo, no detestan al pecador, ni le juzgan ni huyen de él. Al contrario, se compadecen, lo exhortan, lo consuelan, lo cuidan, como un miembro enfermo: hacen todo por salvarlo. Ved los pescadores:
cuando, echado el anzuelo al mar, han apresado un pez grande y lo sienten agitarse y batirse, no lo sacan inmediatamente con grandes esfuerzos, porque el hilo rompería y todo se perdería. Le sueltan el hilo con destreza y lo dejan ir adonde quiera. Cuando se dan cuenta de que está agotado y que su ardor se calmó, comienzan a tirar poco a poco. Igualmente los santos con la pacien cia y la caridad atraen al hermano, en lugar de rechazarlo lejos de ellos con asco. Cuando una madre tiene un hijo deforme, no lo mira con horror, sino que gustosa lo arregla y hace lo posible por hacerlo gracioso. Es así como los santos protegen siempre al pecador, lo disponen y se encargan de él para corregirlo en el momento oportuno, para impedirle que dañe a otros, y también para progresar ellos mismos en la caridad de Cristo.
¿Qué hizo san Amonas cuando los hermanos, escandalizados, vinieron a decirle: “Ven a ver, abad, hay una mujer en la celda del hermano tal”? ¡Qué misericordia, qué caridad testimonió aquella santa alma! Sabiendo que el hermano había ocultado a la mujer bajo un tonel, se sentó encima y ordenó a los demás buscar en toda la celda. Como no la encontraban, les dijo: “Dios os perdone”, y, avergonzándolos, les ayudó a no creer fácilmente nunca más en el mal contra el prójimo. En cuanto al culpable, lo sanó, no sólo protegiéndolo ante Dios, sino también corrigiéndolo, tan pronto como encontró el momento favorable. Ya que, después de haber despedido a todos, le cogió solamente la mano y le dijo: “Ten cuidado de ti mismo, hermano”. Inmediatamente el hermano fue transido de dolor y compunción. Al punto obraron en su alma la bondad y la compasión del anciano.
77. Adquiramos, nosotros también, la caridad, adquiramos la misericordia para con el prójimo, y guardémonos de la terrible murmuración, del juicio y del desprecio. Auxiliémonos los unos a los otros, como a miembros nuestros. Si uno está herido en la mano, en el pie o en otra parte, ¿tiene asco de sí mismo? ¿Corta el miembro enfermo, aunque esté maloliente? ¿No trata más bien de lavarlo, limpiarlo, y ponerle pomadas y vendas, ungirlo con aceite santo, orar y hacer orar a los santos por él, como dice el abad Zósimo? En resumen, no abandona su miembro, no detesta su mal olor, sino que hace todo por curarlo. Así debemos compadecernos los unos de los otros, ayudarnos mutuamente por nosotros mismos o por otros más hábiles, hacer todo lo posible en pensamiento y en obra para auxiliarnos a nosotros mismos y los unos a los otros. Porque “somos miembros los unos de los otros”, dice el Apóstol. Ahora bien, si formamos un solo cuerpo, y si somos, cada cual por su parte, miembros los unos de los otros, cuando un miembro sufre, todos los miembros sufren con él. A vuestro parecer, ¿qué son los monasterios? ¿No son como un solo cuerpo con muchos miembros? Los que gobiernan son la cabeza; los que vigilan y corrigen son los ojos; los que prestan servicio con la palabra, son la boca; los oídos son los que obedecen; las manos, los que trabajan; los pies, los que hacen las comisiones y aseguran los servicios. ¿Eres la cabeza? Gobierna. ¿Eres ojo? Estate atento y observa. ¿Eres boca? Habla útilmente. ¿Eres oído? Obedece. ¿Eres mano? Trabaja. ¿Eres pie? Cumple tu servicio. Que cada uno, según lo que él puede, trabaje en favor del cuerpo. Estar prontos siempre a ayudaros los unos a los otros, sea instruyendo o sembrando la palabra de Dios en el corazón de vuestro hermano, sea consolándole en el tiempo de prueba, sea echándole una mano y ayudándole en el trabajo. En una palabra, cada uno según sus posibilidades, como he dicho, procurad estar unidos los unos con los otros. Cuanto más unido se está al prójimo, más unido se está a Dios.
78. Para que comprendáis el sentido de esta palabra, voy a daros una imagen sacada de los Padres: suponed un círculo trazado en la tierra, es decir una línea redonda hecha con un compás y un centro. Precisamente se llama centro el punto de en medio del círculo. Prestad atención a lo que os digo. Imaginad que este círculo es el mundo; el centro es Dios; y los rayos son los diferentes caminos o maneras de vivir los hombres. Cuando los santos, deseando acercarse de Dios, avanzan hacia el centro del círculo, en la medida en que penetran en el interior, se acercan los unos de los otros al mismo tiempo que de Dios. Cuanto más se acercan de Dios, tanto más se acercan los unos de los otros; y cuanto más se acercan unos de los otros, tanto más se acercan de Dios. Y comprendéis que es lo mismo en sentido inverso, cuando uno se aparta de Dios para retirarse hacia lo exterior: es evidente entonces que, cuanto más se alejan de Dios, tanto más se alejan los unos de los otros, y cuanto más se alejan los unos de los otros, tanto más se alejan de Dios.
Ésa es la naturaleza de la caridad. En la medida en que estamos al exterior y que no amamos a Dios, en esa misma medida está cada uno alejado respecto del prójimo. Y si amamos a Dios, tanto como nos acerquemos a Dios amándole, otro tanto nos unimos al prójimo por la caridad, y cuanto estemos unidos al prójimo, otro tanto lo estamos a Dios.
Que Dios nos haga dignos de comprender lo que nos es provechoso y de realizarlo. Porque cuanto más cuidado pongamos en cumplir con esmero lo que entendemos, tanto más Dios nos dará su luz y nos mostrará su voluntad.